San Martín (316 al 397),
Patrono del Barrio de Santo Domingo y San Martín, de Huesca, es en gran medida
y como suele suceder en estos casos, personaje más bien desconocido para la
gente de la calle. Tan solo “su capa y su mendigo” son referentes claros de su
vida en ese dilatado discurrir hasta su muerte. Ahí va algún detalle más sobre
sus gestas, según marcan la tradición y leyenda populares y cuyo día se celebra
hoy 11 de noviembre:
Al empezar el siglo IV, la religión druídica de la Galia había
perdido aquella vitalidad pujante con que la habían encontrado los ejércitos de
César. De la mezcla de la mitología romana con la céltica se había formado una
religión popular, adulterada aún más con fuertes importaciones de cultos
exóticos venidos del Oriente. El cristianismo avanzaba con grandes
dificultades, y la misma herejía se esforzaba por corromper en la misma fuente
la evangelización del país. Para poner orden en este caos religioso, Dios
suscitó un hombre que debía realizar la triple misión de establecer la vida
monástica en las Galias, evangelizar los campos y defender en todas partes la
pureza de la fe.
De nombre Martín. Había nacido en la región occidental del
Danubio, Panonia, de padre pagano, que ostentaba en el ejército el grado de
tribuno militar. Recibió en Pavía una esmerada educación, y allí conoció la
religión cristiana. A los diez años se agrega al número de los catecúmenos, y
algún tiempo después, manifiesta la intención de huir a un desierto. Siente el
anhelo de practicar el evangelio integral. Para librarle de las influencias
cristianas, su padre le hace soldado contra su voluntad y le incorpora al arma
de caballería, y nos dice su historiador, Sulpicio Severo, que supo conciliar
sus nuevos deberes con las aspiraciones de su alma, haciendo una vida de monje
y de soldado, casta y sobria, amable y valerosa. Como hijo de oficial, tenía
derecho a una ordenanza, del cual quiso hacer un amigo: comía con él, le servía
en la mesa y hasta le limpiaba el calzado. Caritativo con todos, pasando por
Amiéns, parte con su espada, en pleno invierno, la clámide, para dar la mitad a
un mendigo; y la noche siguiente ve en sueños al Salvador vestido con aquel
fragmento de su manto y oye de Él estas palabras: «Martín, todavía catecúmeno,
me has dado este vestido.» Poco después, por la Pascua del año 339, recibe el
bautismo.
A partir de este tiempo, no piensa ya sino en dejar el mando de
sus dos cohortes y entregarse exclusivamente al servicio de Dios. Pensaba que
un cristiano no puede derramar la sangre de sus semejantes ni siquiera en la
guerra. Llamado por el emperador Constante en 341 con motivo de una invasión de
los francos para recibir de su mano una gratificación, la rehúsa, diciendo:
—Hasta ahora he llevado las armas por ti; permíteme que en adelante
las lleve por Dios.
—Eres un cobarde—le dijo el emperador, irritado—; dejas la milicia
porque tienes miedo al combate de mañana.
—Para que veas que no es ése mi pensamiento—respondió Martín—,
mañana me colocaré en la primera línea de combate, y sin armas, en el nombre del Señor, protegido por la
señal de la cruz, no por la coraza ni el casco, romperé sin temor por medio del
enemigo.
No pudo cumplir su palabra, porque a las pocas horas los francos
pedían la paz.
Después de este suceso, encontramos a Martín en Poitiers, al lado
de San Hilario, que le forma en la disciplina religiosa; y de Poitiers vuelve a
Panonia para trabajar en la conversión de sus padres. Su celo por la ortodoxia
le acarrea el odio de los herejes. Le persiguen, le maltratan, y le dejan medio
muerto. En los Alpes estuvo a punto de morir a manos de los ladrones; en Milán,
el obispo arriano Maxencio le expulsa de la ciudad después de haberle azotado;
despojado y malherido por los hombres, se retira a un islote salvaje, la
«Ínsula Gallinaria», una roca que se halla en la costa de Génova, donde no
ponen el pie más que las aves marinas, expuesta a los ardores del sol, sin
nombre, sin habitantes y desprovista de todo socorro humano. Allí medita y hace
penitencia, hasta que en el verano de 360 averigua que su maestro Hilario,
desterrado largo tiempo en Oriente, acaba de volver a Poitiers. El apóstol de
las Galias había estudiado bastante a los hombres, había orado, sufrido y
meditado bastante para creer llegada la hora de realizar sus destinos.
Su primera idea es introducir en la Galia la vida monástica, y va
a realizarla, ilustrado y sostenido por los consejos de Hilario. Al efecto,
construye una cabaña a cinco millas de Poitiers, en un lugar llamado Ligugé; no
tardan en reunírsele otros cristianos deseosos de formarse en la vida
penitente; levantan otras celdillas semejantes a la suya, o bien se establecen
en las cuevas de las cercanías. En el centro de la ciudad monástica hay un
oratorio, donde se reúnen todos para los ejercicios comunes. Ninguno de los
ochenta hermanos tenía casa propia: no podían comprar, ni vender, ni se
ocupaban en arte alguno, salvo en copiar libros, ejercicio reservado, sobre
todo, para los jóvenes. Vestían hábitos de pelo de camello, comían al caer el
sol, y nunca bebían vino. El monasterio era, en primer lugar, un refugio
abierto a todos los que querían huir del mundo. Pero, además, era una escuela.
En él se recibían los candidatos al bautismo para prepararlos a las pruebas del
catecumenado. Pero tal vez el principal objetivo del fundador fue crear un
semillero de apóstoles, destinados a evangelizar la comarca. Personalmente,
satisfacía y armonizaba con aquella obra el doble anhelo de su vida: soledad y
apostolado.
De allí sale para hacer sus audaces expediciones contra el
paganismo. Se dirige por los pueblos y campos donde aún no se conoce el nombre
de Cristo, vence con sus milagros y desenmascara a los adivinos, que predecían
el porvenir por el vuelo de las aves y el examen de las vísceras ofrecidas en
el sacrificio; confunde a los bardos, que cantaban con el arpa himnos en honor
de los dioses; disputa con los druidas, que presidían las ceremonias del culto
en medio de los bosques seculares que producen la verbena y el muérdago
sagrados; se aprovecha de los dogmas fundamentales del druidismo, la
inmortalidad del alma y la recompensa futura de los guerreros valerosos, para
levantar los espíritus aun más puro ideal religioso; arremete con los
santuarios antiguos, para convertirlos en iglesias y monasterios. Su paso queda
señalado con curaciones maravillosas y también con actos heroicos de fe y de
valor y de las más extrañas aventuras. Aquí se venera como a mártir a un
bandido famoso; Martín evoca su sombra y la obliga a contar sus crímenes
delante de la multitud; allí se empeña en derribar un pino sagrado contra la
voluntad de sus adoradores; los paganos ceden al fin, pero con la condición de
que él se ponga debajo; consiente, y va a ser aplastado por el tronco, cuando a
una orden suya, el árbol cambia de dirección; en otra parte, después de
incendiar un templo, los aldeanos se arrojan sobre él; uno de ellos tiene ya
levantada la espada, pero ante la majestad del obispo, se amedrenta y cae en
tierra; o bien se encontraba con un carro lleno de soldados, cuyas mulas se
espantaban a su vista, lo cual irritaba de tal modo a aquellos hombres, que le
molían a golpes, dejándolo medio muerto.
Su vida es la misma cuando, en 371, le hacen violentamente obispo
de Tours. Hay quienes se arrepienten al verle entrar en la ciudad, pálido,
demacrado, con la barba desaliñada, rapada la cabeza, y en hábito de pieles,
sin aspecto ninguno artificial; pero el pueblo, que ve algo extraordinario en
aquellas apariencias mezquinas, le rodea, le aplaude y le introduce
triunfalmente en la iglesia. Ahora el centro de su apostolado es su nueva
abadía de Marmoutier, cerca de Tours, donde tiene una celda de madera, rodeada
de un diminuto jardín. Allí vuelve después de sus correrías por la Turena, el
Anjou, París, Sens, Autún, Chartres y Vienne. Organiza las iglesias de la
Galia, poniendo en ellas a hombres de su confianza; y algunos de sus
discípulos, como Patricio y Paulino de Nola, llevan a lejanos países los frutos
de su enseñanza y de sus ejemplos. A impulsos de esta actividad apostólica,
nacen en Francia las parroquias rurales. Se alzan en el cruce de las vías
romanas, en los antiguos focos de la idolatría, junto a los castros o en las
granjas de los grandes propietarios. Con esta institución creó Martín uno de
los elementos que más contribuyeron a la formación de la sociedad agrícola del
pueblo.
No desplegó menos celo en defender la pureza de la fe que en
propagarla. Ponía en guardia a los fieles contra los lazos del arrianismo, y,
para defender la fe, no temía presentarse en el palacio del emperador Valentiniano,
sospechoso de herejía; pero desconfiaba también del poder civil cuando, con
pretexto de defender a la Iglesia, se mostraba como rival celoso de ella, más
que como leal auxiliar. Esto es lo que le hizo intervenir en el proceso famoso
de Prisciliano. El emperador Máximo gozaba con las visitas del obispo de Tours,
y la emperatriz, sobre todo, se sentía tan enajenada en su presencia, que
pasaba largas horas oyéndole hablar de la vida futura, de la gloria de los
fieles y de la eternidad de los santos, regando los pies del santo con sus
lágrimas y enjugándolos con sus cabellos. Hasta rogó a su marido que le
permitiese servirle la comida, y ella le preparó toda con sus manos, cubrió la
silla con un tapiz, acercó la mesa, presentó el agua para las manos y trajo los
manjares que había preparado. Martín aprovechaba aquella confianza para
permitirse sus santas libertades. Comía una vez en palacio con los más ilustres
personajes, sentado en un pequeño taburete junto al emperador. Enfrente, entre
el prefecto y un conde, estaba el sacerdote que le acompañaba. Según costumbre,
en la mitad del convite el escanciador presentó la copa a Máximo, el cual mandó
llevarla a Martín, por el gusto de recibirla luego de su mano; pero el obispo,
después de beber, pasó la copa al sacerdote. Este rasgo fue muy admirado por
todos, y en especial por el prefecto Evodio, el más justo de los hombres.
Sin embargo, en aquella corte de Tréveris tuvo Martín uno de los
mayores pesares de su vida. Fue con motivo de la causa priscilianista. Varios
obispos españoles brujuleaban en ella pidiendo la muerte del heresiarca y sus
cómplices. Martín lo supo, y con el fin de hacer prevalecer en el fallo la
discreción, se presentó en el palacio. Obtuvo del emperador la promesa de que
no se derramaría sangre; pero pronto vio que había sido engañado. Después de la
ejecución, se negó, en señal de protesta, a comunicar con aquellos obispos
sanguinarios. Sin embargo, se vio obligado a juntarse con ellos para asistir a
la ordenación de un santo obispo, y también para conseguir que no se mandase a
España una comisión militar encargada de hacer una justicia sumaria. Fue una
condescendencia que lloró todo el resto de su vida. Salió precipitadamente de
la ciudad, agobiado por la pena. Caminando por un bosque, se sentó a
reflexionar sobre su conducta, acusando y defendiendo a la vez en su espíritu
aquella debilidad. Sólo la aparición de un ángel pudo traerle un poco de
consuelo. Solía decir que desde entonces había perdido algo de su poder contra
los demonios.
Ni siquiera los demonios estaban excluidos de su compasión, a
pesar de perseguirle de mil maneras. Se presentaban de las formas más variadas:
unas veces, parecidos a Júpiter; otras, a Venus o Minerva, y, con más
frecuencia, a Mercurio. A cada uno le llamaba por su nombre. Júpiter tenía
figura de idiota grosero, pero Mercurio le causaba más repugnancia. Una vez el
demonio tomó figura de rey coronado, y haciéndose pasar por Cristo, disputaba
con Martín de teología, defendiendo una tesis rigorista con respecto a la salvación.
«Tú eres el demonio—exclamó Martín—; pero para que veas cuan equivocado estás,
yo te aseguro que a ti mismo, por miserable que seas, si te arrepintieses de
tus crímenes, te alcanzaría misericordia.» Aquella bondad natural de su corazón
le fue en aumentando con los años. Al fin de su vida ya no se contentaba con
dar la mitad de la capa. Aguardaba, un día, el momento de salir a decir misa,
vestido de una túnica y un manto, cuando llegó hasta él un pobre casi desnudo.
Envió a su arcediano para que le diese con qué cubrirse, pero el arcediano no
hizo caso. Entonces, el pobre volvió a su presencia, y él, quitándose la
túnica, se la dio. Vino luego el arcediano a avisarle que el pueblo aguardaba.
«Antes hay que vestir al pobre», dijo el obispo. Obligado por esta orden, el
clérigo compró por cinco sueldos una túnica corta, burda y peluda, y con ella
salió Martín a decir misa.
Jamás se olvidó de la santa sencillez. Su asiento en la iglesia
era un banquillo de pino. La paja le parecía un lecho demasiado regalado.
Sulpicio Severo, su biógrafo, que fue una vez a verle, nos dice: «Es inefable
la humildad y la bondad con que me recibió. Cuando llegó la hora de admitirme a
su mesa, él mismo me presentó el agua para lavarme las manos, y por la tarde,
con las suyas, lavó mis pies. De tal manera me subyugó su autoridad, que no
tuve valor de resistir. Nuestra conversación versó acerca de las seducciones y
miserias del mundo, y cómo Paulino de Nola había sabido vencerlas. Jamás se le
vio triste ni irritado; brillaba en su rostro una alegría celestial, y parecía
levantado sobre la naturaleza. Tenía siempre el nombre de Cristo en los labios,
y en el corazón la piedad, la paz y la misericordia.» Amaba las bellezas
naturales, pero el mundo era para él un libro de teología, un conjunto de
símbolos que le hablaban de Dios. Vio un día unos somormujos que perseguían a
los peces sin saciar su voracidad. «Aquí tenéis —dijo a los que le
acompañaban—una imagen de los demonios que acechan a los imprudentes, los
sorprenden y los devoran.» Al ver una oveja recién esquilada, sacó esta
enseñanza: «Ha cumplido el precepto evangélico; tenía dos túnicas y ha dado una
de ellas. Es un ejemplo para nosotros.» Otra vez, pasando por una pradera,
advirtió que una parte estaba hozada por los puercos, en otra los bueyes habían
comido la hierba, y en otra, finalmente; podían verse aún intactas las flores
con toda su frescura. «He aquí —observó, dirigiéndose a sus compañeros de
viaje—la figura del libertinaje, del matrimonio y de la virginidad.»
Su muerte fue serena y confiada, como su vida. Las lágrimas de los
suyos parecieron turbarla un momento. Al verlas, no pudo menos de exclamar,
llorando él también:
«Señor, si aún puedo hacer algo en tu pueblo, no rehuso el
trabajo; hágase tu voluntad.» Como yacía de espaldas contra la tierra, sus
discípulos quisieron colocarle más cómodamente, pero él se negó, diciendo:
«Dejadme, hijos, mirar al Cielo, para que los ojos vean el camino por donde el
alma se va a dirigir hacia su Dios.» Y continuó, viendo al demonio a su lado:
«¿Qué haces aquí, mala bestia? Nada tuyo encontrarás en mí; voy a ser recibido
en el seno de Abraham.» Estas fueron las últimas palabras de aquel hombre
extraordinario.
(Fuente: Divvol, Santoral)
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